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Nueva Constitución a la medida del viejo país

 

La nueva Constitución Política del Estado (CPE), cuya puesta en vigencia depende de la aprobación en los referendums del 4 de mayo, es presentada por el MAS, que la está “socializando” en las bases, como si fuera el instrumento para la “refundación del país” de acuerdo a los intereses populares.

Frente a la ofensiva y maniobras de la reacción neoliberal y autonomista, los socialistas revolucionarios defendemos el derecho democrático de los amplios sectores populares que confían en el MAS, incluso a ver en funciones la Constitución en la que creen y hacer así su propia experiencia.

Sin embargo, no compartimos sus ilusiones y nuestra obligación es explicar la verdad: a pesar del discurso democrático,“comunitario” y populista de su redacción, la nueva CPE está al servicio de la conciliación con empresarios, terratenientes y transnacionales, cuyo poder y propiedad protege. En forma y contenido, se busca enterrar la “agenda de octubre” por la que han peleado los trabajadores, campesinos y pueblos originarios. En anteriores números de Palabra Obrera hemos venido analizando el “proceso constituyente” y formulando diversas críticas a sus propuestas. No disponemos aquí de espacio para hacer una crítica más extensa y sistemática. Pero interesa remarcar algunos aspectos. Veamos.

Niega las “tareas nacionales pendientes”

Según la nueva Constitución “Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país.” Con este punto de partida y mediante una ampulosa fraseología y una larga enunciación de derechos y garantías, “inclusión” de los pueblos originarios, etc., que son concesiones inevitables en un país conmovido hasta los cimientos por el proceso revolucionario abierto en Octubre, en realidad se da la espalda a las tareas democráticas estructurales (a las que el propio MAS a veces se refiere como “tareas nacionales pendientes”), sin las cuales es impensable “refundar el país”.

En la nueva CPE, en lugar de una verdadera y radical reforma agraria se propone garantizar la gran propiedad rural hasta un límite entre 5 a 10 mil Has., y esto, cuando es sabido que los clanes latifundistas dividen la propiedad entre esposos, hijos, tíos y primos para disimular las enormes extensiones que controlan.
El texto, recorta y condiciona el derecho a la plena autodeterminación de los pueblos originarios “en el marco de la unidad del Estado” (art. 30). Aunque reconoce ciertos derechos y espacios de reconocimiento a sus instituciones a nivel local, usos y costumbres, como la forma de tenencia colectiva de la tierra (hoy de hecho marginal en las comunidades), la “justicia comunitaria” o la declaración de sus idiomas como “oficiales” y permite “autonomías indígenas regionales”; al definir sus derechos como de “naciones y pueblos indígena originario campesinos” ideo-lógicamente permite reducir el problema de la opresión étnica y cultural a un “tema rural” y deja en el limbo los derechos de los aymaras, quechuas, etc., que viven en las grandes ciudades como El Alto, que no por ser urbanos, dejan de ser tales.

La CPE garantiza (art.56) “la propiedad privada individual o colectiva, siempre que ésta cumpla una función social. Se garantiza la propiedad privada siempre que el uso que se haga de ella no sea perjudicial al interés colectivo. Se garantiza el derecho a la sucesión hereditaria” con lo que los grandes medios de producción -bancos, agroindustrias, fábricas, minas, etc.- en manos de la burguesía y las transnacionales seguirán estándolo, como reafirma el art. 309: “El Estado reconoce, respeta y protege la iniciativa privada, para que contribuya al desarrollo económico, social y fortalezca la independencia económica del país. (...) Se garantiza la libertad de empresa y el pleno ejercicio de las actividades empresariales, que serán reguladas por la ley.”
En consecuencia, no se va más allá de la política ya puesta en marcha por el MAS en relación a los hidrocarburos, la minería, los recursos naturales y las empresas públicas entregadas por los gobiernos neoliberales, como por ejemplo reconocen el art. 362 “Se autoriza a YPFB suscribir contratos, bajo el régimen de prestación de servicios, con empresas públicas, mixtas o privadas, bolivianas o extranjeras” o el art. 369: “Se reconoce como actores productivos a la industria minera estatal, industria minera privada y sociedades cooperativas”.

Todo esto, cuando la única forma de cumplir con la “agenda de octubre” era establecer la efectiva e inmediata nacionalización del gas, la minería, la energía y las empresas y servicios públicos “capitalizados”, sin indemnización y bajo control de los trabajadores, además de la ruptura de los tratados y acuerdos que subordinan al país al imperialismo, sin lo cual no es posible hablar de “soberanía nacional” ni romper las cadenas que someten al país al imperialismo.

¿Democracia directa?

Como el Art. 11 enuncia que en el sistema de gobierno, la forma “democrático representativa” incluye la democracia “directa y participativa” y “comunitaria”. Algunos intentaron presentar esto y al proceso constituyente en su conjunto, incluidos los próximos referendums, como ejercicios de una “democracia directa” que acercaría a los “movimientos sociales” a la toma de las decisiones fundamentales.

Pero aquí lo “comunitario” no es más que reconocer la vigencia de instituciones locales campesinas e indígenas allí donde ya existen. La “democracia directa y participativa” no va más allá de introducir el referéndum, la iniciativa legislativa ciudadana, etc., cosa que en muchos Estados burgueses de América Latina y Europa es moneda corriente.

En verdad, el núcleo decisivo, la estructura fundamental del régimen de gobierno no tendrá nada de “democracia directa”, pues comienza respetando lo más reaccionario de la República burguesa:

Se mantiene el Senado, ahora llamado “Cámara de representantes departamentales”, reducto de las oligarquías regionales, rechazando hasta la posibilidad de un congreso unicameral elegido cada dos años y cuyos diputados fueran revocables en cualquier momento por sus electores, sin poder recibir más que el salario de un trabajador especializado o una maestra en lugar de las jugosas dietas actuales.

Se mantiene la institución de los Prefectos, aunque ahora electos por voto, y se garantizan las autonomías departamentales, es decir, las trincheras regionales de la reacción, aunque pretendiendo recortar un tanto sus atribuciones (fuente de los forcejeos con los cívicos).
Se respeta el sistema judicial con sus jueces formados en las dictaduras y los gobiernos neoliberales y cómplices de las masacres, la corrupción y la entrega.

Se mantienen la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas con su estructura disciplinaria vertical y su casta de oficiales privilegiados, entrenados en decenas de matanzas impunes de obreros y campesinos.

Se asignan grandes atribuciones al Poder Ejecutivo. Y así sucesivamente.

Algunos derechos en el papel, desigualdad real

Es cierto, como decimos más arriba, que en la Constitución se enumeran diversos derechos y garantías, algunas concesiones formales ineludibles. Sin embargo media un abismo entre los derechos que la Constitución reconoce, y las posibilidades efectivas de los trabajadores y el pueblo para ejercerlas. Sólo por dar un ejemplo, de que sirve “garantizar la libertad de prensa” para los trabajadores si las grandes imprentas, canales de TV, etc., son propiedad privada o estatal, sin que los trabajadores y el pueblo puedan ejercer el menor control sobre ellos?

Lo mismo puede decirse con respecto a los derechos obreros. En el Título II, Cap. V, Sección III DERECHO AL TRABAJO Y AL EMPLEO, los Art. 46 al 51 reconocen
formalmente una serie de derechos laborales y sindicales, incluyendo que “Todas las trabajadoras y los trabajadores tienen derecho a organizarse en sindicatos de acuerdo con la ley”. (Art. 51). Pero hasta hoy mismo el propio gobierno niega este derecho a los empleados públicos, mientras que por ley se restringe el derecho a sindicalizarse a las empresas con más de 25 trabajadores.
El Art. 53 “garantiza el derecho a la huelga como el ejercicio de la facultad legal de las trabajadoras y los trabajadores de suspender labores para la defensa de sus derechos, de acuerdo con la ley”, pero las leyes establecen restricciones al derecho de huelga y hasta prohíben o penalizan ciertos métodos de lucha tradicionales y legítimos de los trabajadores, como la ocupación de fábrica o las huelgas de solidaridad.
Además, el Art. 52 y otras partes de la Constitución establecen amplios derechos y garantías para los empresarios y su propiedad. La Constitución reafirma el rol arbitral del Estado en “los conflictos emergentes de las relaciones laborales entre empleadores y trabajadores, incluidos los de la seguridad industrial y los de la seguridad social”, lo que en la práctica significa que el Estado podrá intervenir para “moderar” o reprimir las luchas de los trabajadores siempre que estas excedan lo aceptable para los empresarios y el Gobierno, como lo viene haciendo hoy mismo.

Con ello, sigue siendo cierto lo que afirmaba Marx: que “a igualdad de derechos, decide la fuerza”, por lo que el antagonismo entre capital y trabajo se seguirá desarrollando en la lucha de clases, pese a que el poder económico y político de los empresarios y las restricciones reales y legales montadas desde el Estado, traban y dificultan cuanto pueden la movilización de los trabajadores.

Un resultado anunciado
Desde la misma convocatoria, todo el mecanismo del proceso constitucional estuvo atado a los pactos y negociaciones con la oposición y a la reaccionaria legislación vigente, producto de décadas de “ingeniería neoliberal” en el Estado. El MAS se aseguró un virtual monopolio electoral de la representación campesina e indígena. Los trabajadores no pudieron contar con su propia voz independiente.

El MAS, con el apoyo de numerosas ONGs, actuó moderando lo más posible los planteos que venían desde abajo y sus constituyentes actuaron como “correa de transmisión” de las consignas de moderación y desmovilización impartidas desde el Gobierno, que finalmente, prefirió subordinar la labor de la propia asamblea a la búsqueda de acuerdos entre las cuatro paredes del Congreso, como las negociaciones directas entre García Linera, PODEMOS y UN.
Aunque no lograron un “gran acuerdo nacional” el texto resultante no podía ser más que lo que es: expresión “constitucional” de la estrategia de colaboración de clases con la burguesía, que se mantiene por completo en el terreno de la gran propiedad privada de los medios de producción (agroindustria, fábricas, minas, bancos, etc.) y el respeto al orden económico y social burgués en su conjunto.

En suma, la experiencia del “proceso constituyente” demuestra no sólo que no ha habido tal “democracia directa”, y que la “participación”, más allá de las frases, se reduce a los estrechos límites de lo permisible para la democracia representativa burguesa de raíz liberal; sino que no es posible “refundar el país” en beneficio de los trabajadores, los pueblos originarios, los sectores populares empobrecidos, por medios parlamentarios y constitucionales.

Así como no se puede “humanizar el capitalismo” aunque se lo rebautice como “capitalismo andino”, como pretenden Evo y García Linera, tampoco se puede convertir al actual Estado, burgués y semicolonial, en un “Estado popular” a través de una supuesta “revolución democrática y descolonizadora” que se detiene ante el umbral del poder económico, social y político de la burguesía y pretende “convivir” con el capital extranjero que saquea al país.

Es que más allá de lo que pueda decir un texto constitucional que de todas formas se mantiene firmemente en el terreno de la propiedad privada y el orden social burgués, los derechos y libertades declarados no son en realidad plenamente accesibles a los trabajadores y el pueblo mientras subsistan las bases de la explotación y opresión real: el poder económico en manos de una minoría rica de grandes propietarios de la tierra, las fábricas, bancos y minas, el enorme peso de las transnacionales que operan en el país, la dependencia y subordinación del país al imperialismo.

Y esto, porque no es posible inventar un régimen intermedio entre la democracia burguesa y la democracia obrera y de masas (que los maestros del socialismo, como Carlos Marx, denominaban dictadura del proletariado, por oposición a la dictadura de clase de la burguesía que sigue siendo tal aunque se ponga la máscara de la más amplia de las democracias representativas).

La lucha no termina

Antes del 2006 hemos defendido el derecho del pueblo trabajador a una Asamblea Constituyente y hemos llamado a imponerla mediante la movilización, derribando el podrido régimen de la “democracia pactada” del MNR, MIR, ADN, para lograr que fuera verdaderamente libre y soberana, vale decir revolucionaria. Luego hemos denunciado cómo el MAS enterró esa posibilidad desviando las aspiraciones populares al terreno de una Constituyente “domesticada”, pactada con PODEMOS y UN, lo más “moderada” posible y que sólo podía terminar traicionando las profundas aspiraciones democráticas del pueblo oprimido y explotado.
Sabemos que la gran mayoría de los trabajadores y el pueblo no comparten todavía la necesidad de una salida revolucionaria y esperan de las reformas democráticas del MAS alguna satisfacción a sus esperanzas y necesidades.
Sin dejar de explicar nuestra posición, estamos dispuestos a defender contra los ataques de la reacción sus derechos democráticos y a hacer su experiencia con la “refundación de Bolivia” que Evo Morales ha prometido por vía constitucional. Pero los invitamos a no abandonar sus legítimas demandas, a no confiar más que en sus propias fuerzas, a preservar la independencia de sus organizaciones y seguir luchando por la efectiva realización de la “agenda de octubre” de la única manera en que es posible realizar las reivindicaciones obreras, campesinas y originarias: con los métodos de la más amplia movilización.

Por Eduardo Molina



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